Fundación Andreu Nin (Asturies) |
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83 aniversario del asesinato de León Trotski
Tino Brugos, agosto de 2023
El 21 de agosto de 1940, Ramón Mercader, un fanático estalinista catalán, puso fin a la vida de León Trotski, legendario dirigente de la revolución rusa de 1917, mediante un brutal atentado en el que barbarie y fanatismo van a partes iguales.
La revolución rusa sobrevivió, contra todo pronóstico, a la oleada de fracasos que sufrieron los diferentes intentos de extenderla por Hungría, Alemania y otros lugares del planeta. Eso sí, el coste de esa supervivencia fue muy elevado: millones de muertos durante la guerra civil, sacrificio de buena parte de la clase obrera existente durante el periodo revolucionario, militarización del trabajo, pérdida del pluralismo dentro del movimiento revolucionario, autoritarismo y progresiva burocratización de los órganos revolucionarios.
Todos estos cambios se fueron reflejando en el interior del propio partido bolchevique aunque, al acabar la guerra civil, todavía existían fuerzas sociales favorables al proceso con capacidad para plantearse la búsqueda de caminos que permitieran mantenerse en el poder hasta la llegada de la siguiente oleada revolucionaria.
Las cosas cambiaron definitivamente con la muerte de Lenin. Se abrió un debate sobre la vía a seguir de cara a la construcción del socialismo. En él, los dos dirigentes naturales llamados a encabezar la sucesión mantuvieron posiciones diferentes. Stalin era partidario de iniciar el proceso a partir de las fuerzas y recursos de un solo país, en este caso, la recién creada URSS. Por su parte, Trotski se decantaba por mantener la tesis de seguir esperando la llegada de la revolución mundial.
Stalin, que se había hecho con el control del aparato del partido, aplicó una política burocrática imponiendo decisiones que alejaban el proceso de sus objetivos iniciales y aplicando métodos represivos que afectaban al conjunto de la sociedad y también al interior del propio partido. De este modo, la oposición a las decisiones de Stalin fue reprimida de forma cada vez más severa. Diez años después de 1917, la revolución rusa empezaba a ser irreconocible. Buena parte de sus dirigentes estaban muertos o encarcelados. Los que todavía estaba en libertad, pronto pasarían a ser detenidos y eliminados. El aparato represivo se utilizaba contra cualquier persona sospechosa de oponerse a las decisiones de Stalin.
Trotski fue de los primeros en sufrir este tratamiento, con una primera deportación a Asia central y posterior expulsión de la Unión Soviética. Desde entonces, se convirtió en un refugiado que no renunciaba a seguir desarrollando actividades políticas revolucionarias, denunciando el proceso de degeneración del primer estado socialista del mundo.
Esta actitud le supuso una persecución implacable por parte de Stalin: difamaciones sobre sus propuestas políticas, amenazas a los estados dispuestos a recibirle como refugiado, agresiones y asesinatos tanto entre sus familiares como entre sus seguidores políticos. Su sentencia de muerte estaba firmada desde que en 1933, tras la subida de Hitler al poder en Alemania, denunció la imposibilidad de enderezar el rumbo de la III Internacional, dirigida por Stalin y la voluntad de construir una IV Internacional que aplicara el programa bolchevique de la revolución en 1917, frente a la deriva estalinista.
Para que todo esto pudiera suceder, el estalinismo fue creando una mística militante basada en el fanatismo y la irracionalidad. La tradición de debates y discusiones en un clima de reconocimiento de las diferencias dentro del partido fue sustituida por un culto a la personalidad que anulaba totalmente la capacidad crítica de la militancia. Esta práctica fue la que justificaba las agresiones y asesinatos; la idea de que el líder nunca se equivoca porque es infalible; la que justifica que todos los medios son legítimos porque van encaminados a un fin que trasciende al individuo.
Ramón Mercader, que sería el militante estalinista que acabaría con la vida de Trotski, encarnaba ese modelo a la perfección. Surgido de una familia catalana cuya madre, Caridad del Río, estuvo implicada en el movimiento revolucionario, convirtiéndose en los años treinta en agente soviética y fanática estalinista. Estos mismos valores se los trasladó a su hijo Ramón. Fue el servicio secreto, KGB, quien le encomendó acabar con la vida de León Trotski, una misión que cumplió disciplinadamente, sin dar ninguna prueba de arrepentimiento hasta el final de sus días. Su figura se convirtió en el modelo de militante sin escrúpulos que cumplió una misión infame. Aunque fue reconocido como héroe de la Unión Soviética, se convirtió muy pronto en una persona indeseable al que, por cuestiones de estado, había que esconder y del que era necesario alejarse.
El documental Asaltar los cielos, de José Luís López-Linares y Javier Rioyo (1996) hizo una exhaustiva reconstrucción de la vida del personaje así como del ambiente político que permitió que pudiera emerger un individuo semejante. Tres décadas después de la desaparición de la Unión Soviética, los efectos del estalinismo siguen presentes en el seno de muchas organizaciones del Movimiento Obrero. Es por ello que desde la delegación asturiana de la Fundación Andreu Nin creemos que este documental es una herramienta preciosa para estimular el conocimiento histórico y el debate sobre unas prácticas y una época que tuvo consecuencias nefastas y cuyos efectos están todavía lejos de apagarse.
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